POR Karini Apodaca
“¿Quién eres?”,
pregunta mientras mecánicamente aplica algo de crema en la cara: busca alisar
algunas arrugas propias de su manera de expresarse.
La primera vez que
me lo preguntó me sentí adulada, después me di cuenta que era una confrontación
directa y no un cumplido como supuse al inicio. Con pánico reconocí que no lo
sabía, pero su forma de mirarme tan insistente me llevó a buscar alguna
respuesta coqueta que pudiera caerle en gracia. Mi gran problema ha sido tratar de ser aceptada y amada por todos.
Llevo tantos años
de tratar a la otra, que me sé de sobra la forma en que levanta su ceja para preguntar
de forma irónica: “¿Quién te crees tú para venir a cuestionarme? ¡No eres
nadie!, ¿me escuchas?; si por ti fuera, todas las mujeres seríamos víctimas”.
De niña no fue muy
agraciada, o mejor dicho, eso es lo que ha pensado ella toda la vida. Las botas
ortopédicas que usó hasta casi concluir la primaria siempre la hicieron sentir
incómoda. Seguido me comentaba, a manera de mueca soberbia, que con el tiempo
logré descubrir que era más bien un lamento: “¿Sabes?, por años anhelé ser como
las otras niñas de mi colegio: una princesita con femeninas zapatillas de
charol, y esas horribles botas me hacían torpe y víctima de burlas entre mis
compañeros. Pero hoy día agradezco no haberlo sido, eso me obligó a refugiarme
en los libros y a curtir mi carácter; gracias a ese esfuerzo ahora soy quien
soy”.
Yo la contemplaba
al principio asombrada; luego, con el tiempo, fui experimentando un pequeño
sentimiento más cercano a la lástima que a la comprensión. ¿Cómo decirle que no
era el ser perfecto que ella creía? El eje de su mundo giraba en esa conciencia
de saberse hermosa a fuerza de bisturí, terapias, cremas, clases, ejercicio,
lecturas, talleres y bastante disciplina. O bueno, eso es lo que ella promulga.
Agacho la cabeza y
miro mis uñas deshechas; ciertamente, no son como las que ella tendría; mis
dedos aún muestran manchas de pintura porque decidí pasar la tarde hundida en
mis pensamientos mientras pintaba por quinta vez la pared del pasillo; no hay
capas suficientes para que el color quede perfectamente blanco... ¡Inmaculado!.
A las siete en
punto ella llegó como habíamos acordado; con la barbilla en alto miró alrededor
y, una vez más, como era su costumbre, hizo una mueca de desdén al observar que
aún no estaba lista. “¡Es el colmo! Quedamos de vernos a las siete y tú no
estás ni peinada, ¡vamos, vamos! Que por pintar muros ningún hombre te querrá.
Alístate a la voz de ya”, grita mientras chasquea los dedos. No puedo odiarla,
fue ella la única amiga que me escuchó cuando con los sueños deshechos asumí
que nuevamente había equivocado mi elección y mi último amor me había dejado en
bancarrota y con las tarjetas sobregiradas.
Fue una noche,
hace ya años, que al volver de los separos donde había ido a dar “el amor de mi
vida”, apenas llamarle acudió a mí; con todo y sus reproches, y a manera de
cobro por su apoyo, me acompañó por la carretera sin luz que llevaba a la
quinta. Aceptó pasar la noche escuchándome y, como pronto aprendí, criticando y
haciéndome ver cada uno de mis enormes errores. “No te preocupes, yo te voy
ayudar”, fueron las palabras que sellaron ésta hoy añeja amistad.
“Lo primero que
tienes que hacer es no enamorarte. Ya te das cuenta cómo todos tus problemas
los ha causado tu excesiva necesidad de amor, ¿no?”. Ni cómo debatirle el
punto, así que me dejé guiar por sus consejos.
En menos de un año
me obligó a bajar de peso. “Primero muerta que gorda”, gritaba cuando me
sorprendía a punto de comer una galleta. Fue difícil, pero no tenía de dónde
más asirme. En no mucho tiempo logré llevar su forma de alimentarse y cuidarse.
Cada mañana repetía su máxima: “Nunca se es demasiado rica ni demasiado
delgada”. Rezaba si sentía hambre, la cual engañé a base de tazas de café y
horas de caminata; y con su ejemplo llegué a arrancar cualquier sensación que
atentara contra nosotras.
Lecturas y más
lecturas para ser tan refinada como ella indicaba lograron el objetivo. Aunque
preferí cederle el protagonismo, cuando se necesitaba un poco de ayuda salía yo
al rescate. Conocí su mundo, sus parámetros; y no lo niego, en su momento los
gocé como trofeos que ella siempre terminaba adjudicando como suyos; yo sólo
soy su creación.
Mi graduación para
estar a su nivel sucedió una noche donde logró convencerme que si por amor o
atracción, según yo libre albedrío, podía acostarme con cualquier don nadie,
ahora debía aprender a darle sentido hasta a mis cojidas; “Si logras hacerlo te
adorare siempre” exclamo. Semanas más semanas menos mentalizándome le anuncié
que estaba lista para la dar el paso.
“Bien, no te
dejaré sola” dijo y no lo hizo. La primera vez que me acosté con un hombre sin
otro objetivo que gozar de los beneficios de su cartera, ella estuvo allí.
Nunca me advirtió que estaría, de pronto logré verla a través de los espejos en
la habitación, me quedé mirándola atónita ¿Cómo diablos se coló?; ella se
deslizo hasta llegar a él y con una sonrisa en su angelical rostro bajo hasta
su entrepierna. Al principio con cierto pudor que muy rápido se volvió
excitación, la vi dar cuánto placer se esperaba de ella, pero sin perder nunca
el control y llevando a mí conquista por cuánto capricho se le atravesó en la
cabeza; hasta sentir sus contracciones que indicaban que una vez más lo había
logrado. Complacida a través del espejo, su mirada aprobó el momento y, con
cara de quién se lleva el laurel en la mano, volvió a fijar sus ojos en nuestro
nuevo amigo, se quedó dormida no sin antes confesarme lo que a nadie había
dicho “son mis orgasmos los inalcanzables, los que no doy a nadie más que a
mí”. Fui yo quién la despertó cuando la mañana comenzaba a recorrer la
habitación, para recordarle que debíamos correr a cambiarnos para ir al trabajo
como cualquier otra.
Todo ese día
repasé la imagen hasta el cansancio, solo para convencerme que estaba enamorada
de ella, ver su cuerpo desnudo en contorción, sus gestos, y lo mejor su amor
sin reservas expresado en ese instante en que ella posó su mirada en mi, me
hizo lanzarme de cabeza, nunca más volví a cuestionarle nada, lo que ella
decidía era ley para mí. Viví imitándola, no sólo eso busqué perfeccionarla y
sé que lo logré, pero es obvio que no se lo puedo comentar, eso no la haría
feliz y mi felicidad era la suya.
Pero, ahora cada
que cojo con alguien, la imagino mirándome cambiando mi lugar de observadora
con el de ella, fantaseo que me ve y sonríe llenándome de amor con su mirada,
se acerca a mi oído y maliciosa susurra sus trucos de meretriz consumada para
ser la mejor en la cama y entonces sé que después compartiremos nuestras
hazañas, nuestros logros, según nuestro desempeño serán las atenciones y
propuestas recibidas, después competiremos comparando el motín de una con la
otra.
Hoy está un poco
molesta por mi atraso; le he tratado de hacer ver que no estoy segura de querer
seguir su tutela, que me gustaría volver a vivir la emoción de quien se deja
llevar por la atracción y el amor. Iracunda, respondió que nunca permitiría que
tanto esfuerzo se tirara al caño, que somos mujeres caras y no estamos para
enamorarnos de ningún muerto de hambre.
Por esta razón no
me atreví a cancelarle la cita para ir a tomar un café con “el artista muerto
de hambre” que acabo de conocer; hoy está tensa porque, por más que le digo que
sus glúteos quedaron perfectos, teme que alguien pueda notar que los acaba de
operar, o peor aún, que le hayan quedado demasiado grandes. En unos minutos sus
dudas se despejarán cuando su nuevo galán le comente que se ve divina, que es
una diosa y anhelante la lleve a cenar a algún restaurante caro.
La llevo a donde
su cita cara; tal vez tiene razón en estar nerviosa, vamos un poco tarde por mi
culpa y la puntualidad es una cualidad que se ha perdido; pero “es bueno ser
puntual, nos da un toque de distinción”, se lo he escuchado de sobra. Molesta
ella y pensativa yo realizamos el trayecto. “Este hombre sí me conviene”, me
recuerda, “ha pasado todas las pruebas para ser un buen ex-señor-de”. No
olvides que no debes enamorarte, le recuerdo mientras toma el maquillaje en
polvo para retocar su respingada nariz. La miro directo a los ojos, sonrío
orgullosa, soy tan cercana a lo que de niña imaginé. Atrás quedaron los días de
ser bodrio con zapatos ortopédicos.
“¡Ya cállate!”, le
digo a la mujer frente al espejo que con mirada amorosa intenta vanamente
hacerme ver que hace tiempo mi corazón no siente emoción alguna. “Cállate tú”,
me grita ella. “Quiero volver a sentir” exclama la otra. Termino de retocar mi nariz y cierro
el estuche mientras checo mi apretada agenda de citas caras.
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