Debajo del agua mansa está la peor corriente


POR Karini Apodaca

Mi Nina Quecho, nunca se casó, era la hermana menor de mi abuela y desde siempre vivió en casa de ella. Hacía unos frijoles refritos inolvidables; aún hoy, cuando nos juntamos los primos, no se nos pasa hacer comentarios sobre los riquísimos frijoles de la Nina Quecho.
La Nina Quecho no era como el resto de las personas. Cuando iba a nacer, mi bisabuelo, que era un terrateniente que acostumbraba tomarse unos changuirongos al mediodía, de regreso a su casa en los portales del pueblo, un personaje le dijo en uno de los Arcos: “-¡Ése mi Chayito!” Al siguiente arco, Chayito lo había matado por irrespetuoso.
Tal hazaña llevó a Chayito y a su familia a huir por algún tiempo. Quechito iba en el vientre de mi bisabuela. De niña me explicaron que por esa razón Quechito era diferente.
La Nina Quecho tuvo su pretendiente en su juventud, pero mi bisabuela no creyó conveniente que se casara y asumiera responsabilidades que nunca podría cubrir. Quechito era una niña todo el tiempo.
Fue chaperona de mis tías y mi madre, así que cuándo le tocó ver la película Un hombre y una mujer todo el cine escuchaba sus lamentaciones: - ¡Ay!, pero mira nada más a estos irrespetuosos; ¡ay!,  hijas, que yo esta mañana me había confesado. Pero mira nada más, ¡cómo le mete el la mano!
A mis hermanos y a mi nos tocó tenerla algún tiempo como niñera, curioso oficio para ella, porque creo que nosotros cuidábamos de ella. Una tarde completa nos la pasamos Marcos y yo divirtiéndonos asustándola por estar cavando un hoyo en el jardín con las cucharas soperas de la casa. Ella desde la puerta nos pedía que dejáramos de escarbar la tierra porque el diablo iba a salirse. Y nosotros a risa y risa le decíamos: “Mira, Quechito, ya se siente calor, seguro ya estamos llegando al infierno“.
Más grandes, mis primos y yo fuimos con mis abuelos a visitar San Gabriel, de donde era mi abuelo; en un cuarto enorme, como son los cuartos de las casas de rancho, dormíamos todas las viejas, incluida Quechito. A medianoche comienza a decirnos que ve a un charro en el cuarto. Todas nos quedamos calladas y en medio del susto contesté: “No le hagas, Quechito, ¿cómo andas invitando gente? Si apenas cabemos“.
Quechito, por muchas anécdotas, tiene un lugar muy especial para mi. Por ejemplo, tenía una colección bellísima de muñecas de porcelana, era nuestra fantasía que un día nos dejara por lo menos tocarlas.
Una tarde que Quechito estaba ya guardada en su cuarto, fuimos mis primas y yo a visitarla. Nos dejó entrar a su habitación, que siempre estaba a oscuras; fascinadas veíamos su colección de muñecas. Había una en particular que tenía, como dice la canción de Cri Cri, ojos color de mar. Le insistimos tanto que nos dejara tocarla que terminó accediendo. La bajó del lugar de honor que tenía en su juguetero y la acercó a nuestra altura. En la emoción de tocarla, no sé quién o si todas, pero la muñeca, La Tiernecita, así se llamaba, fue a dar al suelo y se hizo añicos.
Un silencio llenó la oscura habitación. ¡Perdón!, exclamamos todas al unísono. No sé si el brillo en sus ojos fue por las lagrimas contenidas o el juego de luces que se filtraba por las cortinas, pero el caso es que giró, dándonos la espalda y expreso: “¿Perdón? Con el perdón matan“. En silencio salimos de su reino, nadie tuvo tripa para comentar el incidente.
Nunca olvidé su mirada en ese momento, ni la luz, ni el sonido de la porcelana al tocar el suelo.
En estos días, cuando lo único que leo por doquier son los errores por ineptitud, ignorancia y avaricia de nuestra clase política, vuelvo a recordar el sonido de la porcelana-sueño estrellándose en el suelo, la mirada de que todo se perdió y su voz diciendo:
Estos CON EL PERDON MATAN.

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