De estos hombres no paren todas las yeguas

POR Karini Apodaca

Tuve la fortuna de crecer muy cerca de mis abuelos. Cuando se suspendían las clases en la preparatoria solía descolgarme hasta su casa. Apenas llegar y  recibiéndome en la puerta, mi abuela le decía a la Nina Quecho: “Lucrecia, prepara higos blancos en almíbar para la niña”. Ciertamente ya no era una niña, pero me gustaba sentirme consentida por ellos.

A las 12 en punto, mi abuelo tenía instituida la hora del changirongo. De siempre tuvo en sus casas una mesa de billar, que fue su más fiel compañera. Así que en el servibar que tenía adaptado en la sala del billar siempre tenía todo para la hora del changirongo.

Preparaba su bebida y dos vasos con hielo y coca cola para las mujeres de la casa, o sea, mi abuela y yo. Además acercaba un platito pequeño con diez almendras ahumadas, meticulosamente contadas.

Mis abuelos nacieron en un pueblo llamado San Isidro Mazatepec. Cuando se conocieron él era chofer del camión que ranchereaba en la zona y ella la que estaba a cargo de la tienda de don Nazario, su padre. A forma de secreto mi abuelo me contaba que había elegido a mi abuela porque, además de ser muy hermosa, era una muy buena administradora; y vaya que lo era. Recuerdo que en su casa tenía una habitación cerrada con llave, donde guardaba toda la despensa. Fui de las pocas que tuvo el privilegio de entrar con ella y quedarme maravillada mirando los costales de arroz, azúcar, frijol, jabón y todo lo que se puede necesitar en una casa. De forma metódica daba las raciones necesarias a doña Meche, que fue quien le asistió en casa de siempre.


Se casaron un domingo muy temprano en misa de seis, pasaron a casa de don Nazario a desayunar champurrado y gorditas, y de ahí tomaron camino a su vida como esposos. Pronto mi abuelo se hizo dueño del camión que manejaba, después compró un tractor para arreglar los caminos que había entre las rancherías que recorría y así mantener mejor su camión, que sería el primero de varios.

Mi abuela, que por sus primas conocía Guadalajara, le pidió que por sus hijos se mudaran a la ciudad y así les brindaran un mejor futuro. Y como siempre sucedía Tita pidiendo y Tito haciendo.

Eran fantásticas las historias que platicaba mi abuelo, de cómo se iba al norte a comprar los chasis para los camiones y se venía manejando con el puro chasis, de la placa que le revelaron en Tijuana por hacer la primera ruta de camiones que llegaba hasta la frontera, del tramo en las vias del tren que al pasar cerca a él una mujer aparecía sentada en el asiento trasero; de cuando atropelló una vaca y les cayó encima, del cerro encantado que en cuaresma daba unas verduras enormes y donde una vez se perdió un hombre que contaba haber entrado a ver una corrida de toros y al regresar a casa habían pasado muchos años. Mi abuelo era un nómada por naturaleza.

En mis abuelos vi siempre la relación de pareja ideal. Sin embargo, mi abuelo sufría de claustrofobia y mi abuela de agorafobia. Así que por ello me tocó disfrutar de llenarme de tierra y lodo de varios ranchos y ríos. Apenas y compraba un nuevo rancho, Tito, mi abuelo, lo primero que tenía que construir era una casa con todas las comodidades, para que Tita, mi abuela, aceptara acompañarlo. Pero a la larga mi abuela conseguía hacerlo desistir de la idea del rancho y lo vendían. Para comprar otro meses más adelante.

Tuvo un rancho en Jiquilpan que me gustaba mucho. Si bien estaba muy pequeña, recuerdo despertar escuchando el caudal del agua, porque había un río cerca. Además del trinar de los pájaros desde muy temprano. En ese rancho jugábamos a los exploradores mi hermano Marcos y mis primos Eloy y Cheche, que vivían en Jiquilpan. Una vez logramos acercarnos hasta donde estaba el río, recuerdo que su caudal era fortísimo; mi primo Eloy nos advirtió que no nos metiéramos, porque en ese mismo río se había muerto nuestro bisabuelo. “Una tarde salió a bañarse al río y cuando vieron que caía la noche y no regresaba se imaginaron lo peor, no pudieron salir a buscarlo porque en Jiquilpan no había luz eléctrica, así que fue hasta la mañana bien tempranito cuando fueron a buscarlo; lo encontraron panza abajo, bien muerto, bastante tramo más adelante”. Al parecer el río se lo había llevado.

Con tal historia, ni mi hermano ni yo quisimos siquiera meter los pies en el agua; muy de ciudad seríamos pero no pendejos. Seguimos caminando río arriba hasta llegar a un pueblo cercano llamado San Gabriel.

Cuando regresamos de nuestra excursión sintiéndonos más chichos que Marco Polo, a todos nos castigaron porque habíamos angustiado a nuestras madres, nadie entendió de nuestra hazaña y de explorar al mundo, sólo mi abuelo que, simulando una sonrisa, se giró para que no viésemos su aprobación en nuestra aventura. El resto de las vacaciones tuvimos que conformarnos con ver a Eloy y Cheche en su casa. Años después me enteré que el pueblo donde estuvimos, San Gabriel, era el pueblo que vio crecer a Juan Rulfo. Sentir toda la atmósfera del lugar me hizo identificarme con él al leer sus cuentos; habla tan claro de lo que es la vida en estos lugares.

Una vez pasada la hora del changirongo, mi abuelo se metía de lleno en su Libro vaquero y mi abuela me pedía que le leyera su nuevo ejemplar de Yesenia. Después de la comida me llevaban de regreso a casa y siempre me despedía con la preocupación de que mi abuelo, en una de sus búsquedas de caminos más cortos, terminara una vez más perdiéndose.

Mi abuela murió antes que él. Aun así vivió bastantes años, causándoles varios dolores de cabeza a sus hijos, porque a pesar de haber perdido ambas piernas, era imposible que dejara de viajar. Un 10 de junio, al cumplir 95 años murió, dejándome como su mejor herencia su espíritu nómada. Seguramente es por esto que no sé estar en un solo lugar.

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