Y ni fueron felices, ni comieron perdices

POR Karini Apodaca


Es cierto que la vida de la mayoría de nosotras, féminas, gira en torno al amor de pareja. Será porque desde niñas se nos inunda con la historia de la chica guapa pero subnormal intelectualmente hablando, que es encontrada por un gallardo príncipe que se enamora de la pazguata que no tiene mayor mérito que su belleza y con sólo eso la susodicha se convierte en ama y señora de un reino.

La vida pronto nos muestra la realidad de las cosas: una belleza carente de fondo tarde que temprano sucumbe al tiempo, y si la bella afortunada no usa la cabecita para algo más que portar sombreros y coronas, terminará mal.

¿Pero qué sucede con las chicas que desean destacar usando una combinación de atributos físicos y mentales? He escuchado bastantes historias, la mía incluso, donde, lejos de que nos vaya mejor, más parece que una se vuelve un híbrido absurdo de heroína defensora de los derechos de género con mujer desesperada busca.

Las reuniones entre amigas, así como las horas de comida en el trabajo entre nosotras, giran en torno al tema universal: los hombres. Que si ya conocimos a alguien interesante, que si ya lo dejamos, a veces parece que el resto de cosas en nuestra vida sólo son hobbies que aderezan la única causa por la cual vale la pena vivir: la eterna búsqueda de la pareja perfecta, misma que nunca llega.

Hace algún tiempo en un viaje conocí a dos galanes, uno empresario y el otro un alto ejecutivo en sistemas; no dormía de la emoción, no podía creer en mi buena suerte.

Con ambos me di tiempo de conocer antes de ilusionarme con alguno. Me empezó a inquietar que mi empresario argentino no fuese muy constante que digamos; cuando le cuestioné por qué sus fiebres amorosas parecían más tarjetas de checador que el transcurrir de un día de 24 horas, salió el peine. No era soltero, tenía una hija y la trillada frase se escucho: “Mi esposa no me comprende y soy infeliz”. Crédula, rayando más bien en lo estúpida, le creí. Una noche le pedí me enviara una fotografía de su hija, recibí a cambio una foto de él con su esposa. “Encima de ligón, tarado”, pensé; y tratando de ser educada le escribí un mail ofreciéndole mi amistad y acentuando que no había posibilidades de nada más; el susodicho, ofendido, me contestó grosero y desairado. Pero reconozco que lo que más me molestó fue cuando me di cuenta de que me tenía en un grupo donde todas éramos mujeres arriba de los cuarenta…

El segundo, el señor sistemas, con el tiempo se autoproclamó mi redentor; el metrosexual orgulloso se transformó en un macho pseudorredentor de almas perdidas e intentó modificar mi forma de vestir, hablar y ser. El colmo fue cuando me sugirió que ya no tenía edad para bailar. De forma educada le sugerí que intentará ser el Lagerfeld de los santos de su devoción.

Comparto con mi compañera de oficina mis recientes decepciones. Al igual que yo, ella ya no muestra sorpresa; podría jurar que a estas alturas ya no hay nada nuevo bajo el sol, nos miramos, ella comenta: “Cada vez me da más miedo seguir buscando; más que miedo, es ya como flojera”. Sonrío pensando: haces bien, mientras abro el plan de trabajo y le pregunto algo al respecto.

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