Trauma No. 1

POR Karini Apodaca

“Soy feliz cuando llegan y más feliz cuando se van”, decía mi abuela

Fulanito nos había solicitado hospedaje mientras prospectaba la posibilidad de algún trabajo en el DF; había llegado a casa como un buen huésped, y en menos de semana y media, se había convertido en una pesadilla.

A una semana de hospedarlo, una enorme irritación me llenaba la panza y me dejaba sin poder comer nada el resto del día; cualquier detalle, por mínimo que fuera, que rompiera mi idea de cómo tienen que ser las cosas, era suficiente para lanzarme con grito de guerra a toda una batalla campal.

La gota que derramó el vaso fue el comentario: “Cuando Fulanito habla de ti, pone la misma cara que pone Fredo cuando lo abrazas”. Rompió el eje de mi mundo. En un segundo me fue imposible sentir otra cosa que disgusto por mi gato.

Mis tardes de solitario trabajo, las cuales disfruto, habían terminado. Fulanito tenía sensor para llegar a casa justo a los cinco minutos de mi regreso a ella; Fulanito sufría de hipoglucemia por falta de alimento, porque era incapaz de prepararse nada, a menos que una se lo sirviera. Fredo, más inteligente, una vez que notó mi indiferencia, procuraba andar de puntitas por la casa. Todas las mañanas frente al espejo practicaba el coco wash: “Tranquila, ya pasará, todo volverá a la normalidad muy pronto”.

Una tarde regreso a casa para encontrarme a Fulanito sentado a dos nalgas en mi silla. Mi lugar en la mesa, mi lugar, mío de mi, todo lo anterior lo había tolerado, pero definitivamente nunca le perdonaría que se sentara en mi lugar. En casa de mis padres vivimos nueve personas y cada una tenía un lugar en la mesa, un lugar que todo el mundo respetaba, nadie de los otros ocho llegó a sentarse en mi lugar. Esa tarde Fulanito estaba en MI lugar, y sin embargo, había dos lugares sin dueño. ¿Por qué mi lugar? ¿Por qué a mí? ¿Por qué yo?

Toda la civilidad y educación un día aprendidas no sirvieron de nada, no pude evitar mostrar mi disgusto, mentalmente me veía pataleando en el piso mientras gritaba: “Éste es mi lugar”. Obsesiva con la palabra mío, pasé una tarde completa, todo aquel que cruzó palabra conmigo escuchó mi rabieta, porque mi lugar en la mesa había sido usurpado. Pensé mil formas para decirle a Fulanito que él no podía sentarse ahí… ¿Cómo hacerlo sin que me escuchara demasiado infantil o ideática? Después de girar a mil por hora el cerebro, decidí que, a pesar de lo que pudiera pensar quien sea, le dejaría muy en claro a Fulanito que esa silla es mía y que definitivamente no estaba dispuesta de dejarlo sentarse ahí. “Ahora me escuchará”, exclamé, mientras giraba la llave para ingresar a mi casa.

Nadie sabe lo que se siente llegar a tu casa y ver TÚ silla ocupada por alguien que no eres tu...

Nada… Por alguna conexión extraña, Fulanito nos informó que se retiraba. Seguramente la imagen de una Karini que llegaba por la espalda a quitarlo de la silla mientras brincaba sobre él gritando “Es mi silla” le llegó por telepatía o la de mimisma que preparaba una taza de café mientras mezclaba azúcar y veneno para ratas en ella y con desquiciadas risotadas expresaba ¿Deseas algo para comer?… Recuperé mis solitarias tardes y mi lugar, mío de mí, en la mesa.

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