Mal de muchos, consuelo de…


Por Karini Apodaca

Desperté con una nueva angustia, muy distinta a la que en otros años había experimentado al llegar el celebrado Día del Padre.

Este día en particular, llevaba algunos años dándome más sinsabores que los que vivía el Día de la Madre y mi estado civil era el de casada. Y eso es mucho, porque en aquella temprana adultez como esposa y madre había que dividirse el 10 de mayo en mil partes: celebrar a la suegra, a mi amá y al que fue mi suegro, que no sólo tuvo la gran idea de honrar a su madre con su llegada al mundo, sino de ser divorciado y negarse a cualquier tipo de convivencia con la progenitora de sus hijos. Así que la última en celebrar algo sobre la maternidad era yo.

Ya divorciada, mi padre sufrió una embolia que paralizó el lado derecho de su cuerpo. Si ya el cuadro no es grato, a eso hay que sumar que después de ese evento mi padre se volvió ansioso e hipocondriaco, así que Día del Padre era igual a horas de preparación mental para felicitar a mi progenitor y sufrir una buena dosis de culpa causada por sus múltiples malestares: el cuestionamiento en silencio de mi parte, ¿qué diablos puedo hacer?, la inequívoca resignación de no poder hacer nada, y las bastantes quejas de un hombre que siempre se sintió solo a pesar de haber traído siete hijos al mundo.

Era diferente esta vez, porque ya no estaba mi padre para llamarle, porque ahora lejos de sentir angustia, un dolorcito agudo estaba en mi pecho y me llevaba al mediodía en que lo vi por última vez a los ojos. Después de seis horas de viaje y varios contratiempos para ingresar al área de especialidades donde lo tenían, recuerdo su mirada que al verme pasó del gusto a ensombrecerse, entendiendo que llegaba el final. Final que en seis años que sufrió su apoplejía nunca aceptó. Acto seguido, me pidió hiciera algunos pagos que solía hacer él en persona y que por obvias razones no podía hacer ahora. Esa fue la última plática que compartimos, y sin embargo la más amplia en miradas y palabras no dichas pero entendidas por los dos.

No dispuesta a inundarme en la tristeza de los hubieras y los recuerdos, oronda decidí que el Día del Padre era un día digno de tragar cual marrana placera. Y comenzó el maratón Karini versus food.

Café y chocorroles abrieron plaza, ¡sólo para no malpasarme! Exclamé triunfadora, de yo si podía ir en contra de mí misma y mi abigarrada idiosincrasia de controlar todo lo que como.

¡Vaya qué ha tomado popularidad el día! Todo estaba abarrotado, pero eso no detendría mi banquete: chilaquiles a la suiza con un pollo de horrible color blancuzco y textura demasiado macerada, la nieve, picadillo, el pancito dulce y todo lo que pasara frente a mis ojos.

Al llegar la noche, una insípida náusea me indicaba que algo estaba mal… ¡sí que lo estuvo!

No es la primera vez que el pollo de ese lugar me enferma y me pone fatal. Sin embargo… después de un tiempo vuelvo a comerlo. Será mi corta memoria, porque el pollo no es el único que goza de mi tan peculiar sistema de selección de vivencias, tengo el mal hábito de olvidar los malos tragos que he pasado por algunas personas, y esta memoria tan distraída termina llevándome a sufrir malestares más que conocidos. Con tantito que me hablen bien o venga a plática algún tema que me gusta, estaré cual perro en el parque sintiéndome feliz de volver a intercambiar diálogos con x, y o z, sólo para después volver a experimentar la desazón de todos los porqués había decidido mantenerme lejana. Pero como reza el dicho: “Mal de muchos, consuelo de pendejos”; y yo creo que sí soy y mucho. Porque esta memoria de sólo evaluar con lo que nosotros recordamos como bueno se la he escuchado a bastantes conocidas mías.

¿Qué tenemos algunas mujeres que volvemos a creer en las palabras que sin cansancio nos han mentido?

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